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Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

El toro de la Rinconada


 

Hacía mucho tiempo que había descubierto hacia dónde se encaminaba su padre cada día, tras concluir las labores de pastoreo. Había sido un hallazgo fortuito: enviado por su madre a las tierras con la encomienda de trasladarle un mensaje, pudo ver desde la lejanía a su padre que, ya de espaldas, en ese momento se internaba por una senda, en dirección a las afueras del poblado. Era un muchacho espabilado y entendió que ese proceder no era explicable, así que decidió seguirle con sigilo, a una distancia prudencial, para no ser visto.

Fue así cómo llegó a conocer que en el límite de las tierras pertenecientes a la aldea, los hombres del lugar se afanaban en trabajar un enorme bloque pétreo, tarea que parecía haberse iniciado tiempo atrás. En un primer momento, especuló que levantaban un ara, quizá a la deidad de Vaelico, o incluso a la de Ilurbeda. Aturdido por el impacto del descubrimiento, regresó a su casa con alas en sus pies y no reveló a nadie las imágenes que aún latían en sus ojos.

Día tras día, cuando lograba esquivar a los demás niños del pueblo y acercarse a observar el progreso de los trabajos, su estado de fascinación aumentaba, porque la figura que salía de las manos de esos hombres, que apenas hablaban para no restar vigor a su labor, era un animal que él no había visto nunca, semejante en muchos rasgos a un toro, aunque también en algunos a un cerdo, y en otros más a un jabalí. Era una criatura monstruosa, fuerte, aterradora. El muchacho anhelaba y a la vez temía poder contemplarla de cerca.

En una de las últimas jornadas, el toro apareció ante su vista cubierto de un tono amarillo que semejaba oro. El chico razonó que no podía tratarse de ese metal, pues él mismo había sido testigo de la talla de la figura en piedra, y supuso que sería algún pigmento extendido por la superficie. Ese día, uno de los hombres fue asignado a cincelar el pedestal, con la meticulosidad propia de quien sabe que deja una inscripción para la posteridad. Al concluir su empeño y alzarse para dejar el campo de visión libre a los demás, los hombres estallaron en un grito de júbilo, y por primera vez olvidaron su recato para abrazarse y congratularse por el resultado de su esfuerzo.

El muchacho sintió desde ese instante una quemazón interior que le impulsaba a volver al lugar. Al ansia por acercarse al gigantesco toro se unía la necesidad de leer las palabras grabadas en él. Apenas pudo conciliar el sueño, y al despuntar el amanecer se deslizó entre las sombras para hacer realidad su deseo. 

Sin compañía humana alguna alrededor, el toro se mostraba colosal y majestuoso, tan imponente en su soledad, que diríase venido de otro mundo. Con el aspecto dorado de su tinte amarillo, parecía creado para llevar a término una misión inescrutable: custodio de lindes, guardián del ganado, homenaje a los pobladores del más allá, ofrenda a la divinidad para asegurarse su favor... entre tantas opciones que se le agolpaban en la mente, el chico concibió la absurda idea de que hubiera sido construido solo para él. Sumido en una sensación de trascendencia, se aproximó al animal hasta quedar a pocos centímetros de su cabeza. Sus ojos recorrieron la estatua como si quisiera insuflarle vida, hasta percatarse de la leyenda que aguardaba ser descifrada desde el pedestal: "Enfrente del toro, está el tesoro". 

Como movido por un resorte, el muchacho volvió los ojos a su espalda, y trató de apreciar el rastro de algún movimiento de tierras que se hubiera producido frente a la testuz del animal, donde los hombres hubieran podido enterrar ese tesoro. No detectó nada que le impulsase a elegir un lugar entre los demás. No obstante, un creciente cosquilleo de codicia le llevó a alejarse del toro en diversas direcciones, mirando fijamente al suelo, palpando palmo a palmo, centímetro a centímetro, con una intensidad que acabó por hacerle perder la noción del cansancio, del hambre o de la sed, con un denuedo que se enseñoreaba de él sin permitirle reparar en el paso del tiempo, hasta que la dificultad de percibir las formas le hizo reparar, con una punzada de alarma, en que ya estaba anocheciendo y había transcurrido un día entero desde el inicio de su escapada.

Con el corazón desbocado, corrió a la casa familiar, donde le aguardaban reproches y preguntas que traslucían las horas de angustia vividas por sus padres, y que aumentaban ante el mutismo y las evasivas en que se escudaba el chico. Fue solo al lograr quedarse a solas con su padre, cuando el muchacho se atrevió a verbalizar finalmente el desasosiego que le recorría como un escalofrío.

-¿Dónde habéis escondido el tesoro del toro?

Durante un instante, el padre arqueó las cejas en señal de sorpresa, pero en seguida descansó su incertidumbre anterior en un conato de sonrisa. Pareció pensar unos segundos, tras los cuales envió a su hijo con determinación a buscar una jofaina para lavarse.

Desesperado de pura frustración, el chico llenó el recipiente de agua y mojó su rostro con rabia, una vez, otra y otra más, palmeando el líquido como si lo golpease. Al ir cesando su ira y relajando la frecuencia de sus movimientos, el agua le devolvió su propia imagen, nítida y clara, como si los rasgos de su cara surgieran del fondo.

El tesoro... enfrente del toro. 

Se representó mentalmente la imagen del toro frente a él, erguido majestuosamente, mirándole fijamente con sus ojos de piedra.

Fue entonces cuando, con una punzada de reconocimiento, comprendió que el tesoro estaba dentro de sí, que el tesoro era él. 

Muchas generaciones desde ese momento brumoso de la historia han seguido buscando el tesoro, y han sido necesarios innumerables espejos y superficies bruñidas para acabar por revelar a cada uno, en su búsqueda individual, que el ser humano es el mayor de los tesoros, y que un solo día de nuestra vida vale más que todo el oro del mundo.

 

 

 

 

Fotografías: Máximo López