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Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

Cuando la virgen habló patois


A Lourdes, en el sur de Francia, se puede acceder de muchas maneras: por carretera o ferrocarril, disfrutando del paisaje occitano, o por avión, aterrizando en un aeropuerto flanqueado por los Pirineos, imponentes y con frecuencia tocados con chapelas blancas en sus cumbres. Igual que al episodio vital de Bernadette Soubirous se puede llegar por muchas vías, ya sea desde el afán del historiador o etnógrafo, el pálpito del creyente o la curiosidad del viajero. Pero, sea como fuere, el trayecto a la ciudad y a la historia de esa joven ofrece múltiples rincones bellos y refrescantes de los que volver reconfortado. Ambos se entremezclan en un itinerario que puede seguirse sobre unos tachones dorados en el suelo con la imagen grabada de Bernadette, que siempre sobrecoge, por la belleza de la expresión limpia y humilde, y la mirada profunda y genuina.

Todo empezó años antes, en un pintoresco lugar que aún puede visitarse en Lourdes entre murmullos de agua y recuerdos familiares, el molino de Boly. El molinero y padre de la familia que allí vivía, Justin Castérot, conocido por el apodo de 'Boly', fallecía en un accidente de carro, dejando a su viuda Claire desvalida ante la manutención de cinco hijos, el único varón el menor, de solo dos años, y además con la carga de hacer frente a los pagos por el molino, que estaban en proceso de adquirir.

Vista la complicada perspectiva de supervivencia que les aguardaba en un oficio que requería fuerza física, y lo costoso que resultaba contratar un operario, Claire pensó en casar a su hija mayor, Bernarde, de 17 años, con el hijo de un molinero local, François Soubirous, aún soltero con 34 años. Cuando François comenzó a frecuentar la vivienda de la que sería su familia política, se decantó por la segunda hija, Louise, que aún no había cumplido 16 años, pero que le miraba con buenos ojos. Y por la corta edad de la novia, debieron esperar un año más a celebrar el enlace, demorado luego por el luto al fallecimiento de la madre de Soubirous y que tuvo lugar en enero de 1843. En ese momento, François se trasladó a vivir al molino de Boly con la familia de su mujer.

Un año después, el 7 de enero de 1844, nacía en el molino la primera hija de la pareja, una niña morena a quien registraron como Marie-Bernarde, en honor a su madrina, la hermana mayor de su madre; familiarmente, para distinguirlas, la niña sería Bernadette. Fue bautizada el día 9 en la iglesia románica de Saint Pierre, demolida por su mal estado a principios del siglo XX, aunque la pila bautismal se conserva en la parroquia del Sagrado Corazón, inaugurada en 1903.

Pocos meses después, la madre, Louise, embarazada de nuevo, se quedaba dormida ante la chimenea, y el fuego le producía llagas en el pecho que impedían amamantar a la niña. En la localidad de Bartrès, a 4 km, Marie Laguës, que acababa de perder a su único hijo, aceptaba dar el pecho a la pequeña, cuyo hermanito nacía y moría solo tres meses después.

Pero un aciago día, martillando las muelas del molino, una astilla se clavaba en el ojo izquierdo de François, dejándolo tuerto. Su capacidad para el trabajo quedó muy mermada, y se agudizaron los problemas económicos, que les obligaron a abandonar el molino e ir cambiando de casas sucesivamente a peor. En 1855, Bernadette logró salvar su vida a pesar de caer víctima de la epidemia de cólera, aunque su salud quedaría debilitada para siempre. La madre se tuvo que poner a trabajar fuera del hogar, y Bernadette, aquejada de una pertinaz asma, dejaba de ir al colegio y a la catequesis y quedaba al cuidado de sus hermanos pequeños, que fueron ocho, aunque solo tres lograron superar la infancia: Toinette, Jean-Marie y Bernard-Pierre. Era un momento de malas cosechas y subida de precios, que trajo un hambre generalizada a la población más empobrecida.

En 1857, sin más recursos, la situación de miseria obliga al matrimonio y los cuatro hijos a mudarse a una insalubre habitación de unos 16 m2 conocida como 'le Cachot' porque había sido un antiguo calabozo para detenidos, en la Rue des Petis-Fossés. Hoy se puede visitar, apenas imposible de fotografiar en su angostura si allí coinciden unos pocos turistas o peregrinos. El padre es acusado sin pruebas de robar dos sacos de harina del panadero Maisongrosse, y es encerrado ocho días en la cárcel, tras lo cual, a pesar de ser absuelto, ya nadie lo quiere emplear.

A finales de ese año, Bernadette pasa cuatro meses en casa de su nodriza ayudándola con el ganado; poco sospecha que, un día lejano, se la representará iconográficamente en el campo, rodeada de esos corderos. A su vuelta a Lourdes en 1858, asiste al catecismo e instrucción elemental que imparten gratuitamente las Hermanas de la Caridad de Nevers en su hospicio. Pero algunos días hay que relegar estas ocupaciones, si es preciso salir a buscar leña o chatarra para sacar unos céntimos y proveer al sustento familiar más básico de unos estómagos famélicos.

Uno de esos días, el frío jueves 11 de febrero de 1858, Bernadette, de 14 años, fue con su hermana Toinette, de 11, y su vecina Jeanne Abadie, de 13, a las afueras de la población a recoger maderas, huesos o cualquier desecho que pudieran trocar por unas monedas. Hacía niebla y lloviznaba. Fueron por Massabièlle, que significa 'roca vieja' en dialecto bigorrés, el patois hablado en la zona, la lengua materna de Bernadette Soubirous, única que conocía entonces. Era un lugar en que las dos hermanas nunca se habían internado, siendo guiadas por Jeanne. Para llegar allí, debieron atravesar el río Gave por donde les cubría hasta las rodillas. Ateridas y con los pies enrojecidos, recogieron haces de leña y llenaron sus cestos de huesos, pero Bernadette, con su respiración asmática laboriosa y jadeante, enseguida se fatigó y sus compañeras la dejaron atrás, a la entrada de una gruta.

Cuando volvieron a por ella, la notaron transformada; parecía de pronto inmune al cansancio y a las bajas temperaturas, llena de una energía inexplicable. Tras mucha insistencia, su hermana logró que le dijera lo que le había pasado, previa promesa de no revelarlo a nadie: había sentido como una ráfaga de viento y al mirar arriba de la gruta, en una especie de hornacina con un rosal silvestre, había visto una maravillosa joven sonriente (a quien no supo definir más que utilizando la palabra 'Aqueró', aquella), refulgiendo una luz blanca, que sacó un rosario, y Bernadette se había arrodillado a acompañarla en la oración con el suyo propio, en un instante de paz y felicidad como no había conocido hasta entonces. En cuanto llegaron a la casa familiar, el secreto quemó a Toinette y lo confesó a su madre. Esta no dio crédito a la historia, atribuyéndola a fantasías, y les prohibió volver a la gruta. Pero Bernadette se mostraba emocionada.

Toinette los días siguientes circuló la noticia entre las niñas del hospicio, ante el desagrado de la superiora. Por su parte, Bernadette se la confió al sacerdote Pomian, que a su vez se la trasladó al párroco, Peyramale, sin darle importancia.

Tres días después, a insistencia de sus compañeras, Bernadette logró permiso de sus padres para volver a la gruta, siguiéndola una docena de niñas. Aunque ninguna vio nada, la transfiguración de Bernadette mientras duró lo que refirió como la segunda aparición, les hizo coger respeto y sentirse testigos de algo especial. Poco a poco, lo que ocurría se convirtió en el tema de conversación predilecto de las gentes locales de toda extracción social, hasta el punto de que en cada nueva visita a Massabièlle, Bernadette iba flanqueada por más personas, que pasaron de centenares a miles en apenas unas semanas, y que madrugaban desde noche cerrada para coger un buen sitio y tratar de contemplar ese algo que no se apreciaba a simple vista, aunque mirar de cerca el rostro de la niña durante sus visiones ya les merecía la pena, porque les envolvía en un sentimiento indescriptible que les hacía creer. Al ir en penumbra se acompañaban de velas, costumbre que ha quedado hasta hoy en el santuario.

Cuando le preguntaban en qué lengua le hablaba 'Aqueró', Bernadette respondía con candidez que ella le entendía, así que sería patois; que la señora se dirigía a ella con respeto y dignidad, como no estaba acostumbrada a que nadie la tratase, y que no le prometía la felicidad de este mundo, sino la del otro. En una de las apariciones, la señora le pidió escarbar en el suelo; brotó una fuente cuyas aguas siguen manando hasta hoy y muchos enfermos se allegan hasta allí para buscar curación.

Bernadette visitó al párroco Peyramale para transmitirle el mensaje que le había dado la dama: que se construyera allí una capilla y se fuera en procesión. El clérigo, escéptico en ese momento, le instó a que le inquiriese su nombre y le pidiese hacer florecer el rosal silvestre en pleno invierno. El antiguo presbiterio donde tuvo lugar la conversación ya no existe, pero se ha preservado como testigo mudo el marco de la puerta por donde la niña entró. Formulada la pregunta, 'Aqueró' respondió en lengua vernácula: "Soy era Inmaculada Concepciou". Al saberlo, Peyramale se conmovió, pues el dogma de la Inmaculada Concepción se había proclamado hacía menos de cuatro años, y por su complejidad estaba fuera del alcance de Bernadette.

Los interrogatorios de la policía y el clero revelaron en Bernadette una impactante capacidad de respuesta, sin incurrir en contradicciones ni salirse de lo estrictamente anunciado: "Me han encomendado transmitiros el mensaje, no hacéroslo creer". Las amenazas de que, si mentía y era todo una patraña, la llevarían a prisión, no lograron hacerla desfallecer. Tampoco aceptaría nunca dinero de nadie para que hablase o por cualquier otro motivo relacionado con su experiencia.

El alcalde Lacadé se regocijaba en su particular cuento de la lechera. Ya veía Lourdes como Vichy, un atractivo de moda para clases acomodadas que vendrían a tomar las aguas, y su municipio llenándose de hoteles. Corto se quedó en sus deseos más ambiciosos, reparando en lo que sucedería después; los millones de visitantes anuales y el increíble desarrollo que experimentaría su ciudad de la mano de una niña desheredada socialmente, analfabeta, pobre de solemnidad y que ni siquiera hablaba francés.

Las visiones fueron 18, casi sucesivas, salvo la última, el 16 de julio, que estando vetado el acceso a la gruta por las autoridades, Bernadette la vio desde el otro lado del río. Hoy una estatua de la niña arrodillada en ese punto exacto conmemora ese momento.

Cuando el príncipe imperial Napoleón Eugenio Luis, de corta edad, cayó gravemente enfermo, su madre, la emperatriz Eugenia de Montijo, mandó traer agua de Lourdes. El pequeño se recuperó y Eugenia ya siempre creyó en las apariciones.

Y en Massabièlle no solo se levantó una capilla, sino tres, sucesivamente ampliando el espacio de oración en el recinto. En la hornacina de la roca donde la dama se apareció, en 1864 se ubicó una escultura de la Virgen que realizó en mármol José Fabisch, profesor de la Escuela de Bellas Artes de Lyon, tras recabar de Bernadette su descripción física, aunque la joven, al verla terminada, alabó su belleza pero declaró que no guardaba parecido. Años después, diría que el rostro de la señora se asemejaba al del icono de Nuestra Señora de Gracia de la catedral de Cambrai.

Transmitido el mensaje, Bernadette entendió que su papel había concluido. Nunca volvió a la gruta. Profesó en la orden de las monjas de Nevers que la habían acogido en el hospicio, y viajó hasta la casa madre de la congregación en la Borgoña, donde acabó sus días por una larga y dolorosa enfermedad a los 35 años, en 1879, siendo canonizada el 8 de diciembre de 1933. Hoy se conserva allí su cuerpo, incorrupto, en una urna acristalada en la iglesia. En la puerta de acceso al lugar, su fotografía recibe a quien llega, con la frase de su promesa al despedirse de este mundo: "No me olvidaré de nadie".

Fotos: Gabriela Torregrosa